25.9.14

El amor no entiende de razones.

Dicen que a lo largo de nuestra vida tenemos dos grandes amores: uno con el que te casas o vives para siempre, puede que el padre o la madre de tus hijos, esa persona con la que consigues la compenetración máxima para estar el resto de tu vida junto a ella…
Y dicen que hay un segundo gran amor, una persona que pierdes siempre. Alguien con quien naciste conectado, tan conectado que las fuerzas de la química escapan a la razón y te impedirán, siempre, alcanzar un final feliz. Hasta que cierto día dejarás de intentarlo. Te rendirás y buscarás a esa otra persona que acabarás encontrando.
Pero te aseguro que no pasarás una sola noche sin necesitar otro abrazo suyo, o tan siquiera discutir una vez más… Todos saben de qué estoy hablando, porque mientras estás leyendo esto, te ha venido su nombre a la cabeza. Te librarás de él o de ella, dejarás de sufrir, conseguirás encontrar la paz (le sustituirás por la calma), pero les aseguro que no pasará un día en que deseen que estuviera aquí para perturbaros. Porque, a veces, se desprende más energía discutiendo con alguien a quien amas que haciendo el amor con alguien a quien aprecias.
Paulo Coehlo.

3.9.14

Nada en absoluto.

La ciencia le dijo al mundo que dos más dos eran cuatro.  El tiempo le dijo al espacio que ni yo sin ti, ni tú sin mí y le dijeron a la lógica que tenían un trato. Y entonces llegó el amor. Y ni la ciencia, ni el tiempo, ni el espacio, ni la lógica pudieron explicarle nada al mundo.
Estimados Ciencia, Mundo, Tiempo, Espacio, Lógica y Amor,
Os escribo para deciros que se ha ido.
Que ya podéis volver a respirar tranquilos, que nadie os va a molestar.
Que se ha ido y es ahora cuando por fin encuentro un momento para explicaros los porqués que tantas veces me reclamabais cuando yo me negaba a responder.

A ti, Tiempo, decirte que con ella encontré nuevas maneras de medir las horas y que conseguimos demostrar que las cinco de la mañana es tarde solo para quien no ha encontrado la manera de explicar con los ojos cerrados que se puede soñar despierto y no ha entendido que cuando encuentras lo que buscas los días ya no son días y las noches tampoco son noches. Que, a veces, sí pasan treinta años antes de mañana.

Decirte que ella giraba las manecillas del reloj a su antojo y que acortó la primavera en busca de una buena excusa para calentarme la cama y desafiar todas las leyes del espacio. Confesarte también que ni tus diciembres más largos tuvieron nieve suficiente para congelar el movimiento de sus caderas al ritmo de un Quique González pasado de rosca. Que te han engañado, que en realidad no curas nada y que durante 730 días sólo fuiste eso de lo que nos reíamos cada vez que el avión se retrasaba pensando que así nos iba a robar un solo minuto de gloria. Que, aunque tú no lo sepas, tenía que decírtelo.

A ti, Lógica, que para cuando alguien lo suficientemente inteligente te quite la razón y demuestre que todas tus verdades no son más que mentiras ella ya habrá ido y vuelto seis veces. Decirte que a ella le bastaba con saber que algo no podía hacerse para rendirse a la evidencia de que podía hacer lo que le daba la real gana y tú no podías hacer nada contra eso. Que ella siempre estaba guapa, aunque tú no pudieras entenderlo.
Decirte que lo sentimos por no haberte hecho caso cuando nos decías que era imposible, pero es que entonces no hubiéramos tenido nada que contar. Que sus impulsos se reían en tu cara y que ella no podía vivir sin saber que los demás la miraban preguntándose “¿cómo ha hecho eso?”. Que a ella, la idea de morirse, sólo le daba ganas de vivir. Que dicen que hay algo que tener, pero es que ella lo tenía todo.

A ti, Espacio, que tus distancias eran siempre pocas y las camas siempre pequeñas. Que para ella no había medidas y que siempre tenía un estamos al lado en la punta de la lengua y en el fondo de sus ojos. Que todos los kilómetros eran cortos, como sus cafés. Más cortos que la falda más corta de Montera y que las noches en las que el sol tiene que ir a darte un toque en la espalda y decirte “eh, tú, ya es hora de irse a casa”.

A ti, Ciencia que pares de sumar, que de poco te va a servir. Que todas tus leyes eran los diez mandamientos a nunca cumplir colgados en el corcho de su habitación y que los únicos problemas que no sabía resolver eran aquellos que no le preocupaban en absoluto. Decirte que ella sólo restaba soledad y sumaba historias de veranos que nunca se acaban y que si había algo que se le daba bien era multiplicar, multiplicar razones para que todo el agua del mar fuese poca si había que bebérsela a cambio de un brindis a la luz de sus piernas. Que a ella siempre le salían las cuentas.

A ti, Amor, que te sientes. Que te sientes y aprendas. Sí, porque ni tú que siempre tuviste más razón que todos los demás, entiendes una mierda de lo que significaba que ella levantase los brazos en son de guerra, desprendiéndose de su camisa blanca abriendo una tregua que dura lo que dura la pasión cuando es infinita.

Decirte que el único paso que te separaba del odio era el que dábamos nosotros cuando sonaba el despertador y había volver al mundo real. Decirte que lo hicimos todo, por encima de todos los porqués, los síes, los noes y los talveces. Incluso por encima de ti. Que puede que no supiéramos lo que queríamos, pero lo quisimos saber todo.

Y a ti, Mundo… Lo sentimos por haberte obligado a entender que a veces no eres tan grande como crees. Pero es que ella vivía con un cartel de no molestar colgado en los labios esperando a que algún atrevido entrase sin llamar a la puerta y le dijese que a partir de ese momento la única fuerza de la gravedad que existía era la que generaban sus tacones al subir las escaleras que llevan a donde sólo los valientes pueden llegar. Y yo me atreví. Y gané. Y en realidad no lo siento. Nada en absoluto.

Aunque yo tampoco tenga nada que explicarte.